| a las cinco en punto de la tarde |


¡Cuánto dolor que hace reír!

Takeshi Ozawa, in memoriam.                                                                                                                    

"Es necesario que usted tenga fe en todos y en todo. 
Recuerde que de otra manera no podrán estafarlo"
(Enrique Santos Discépolo | 1947)


       No es sencilla la tarea de aventurarse a interpretar el sentido del humor en la obra de alguien que murió de tristeza, que a los 9 años, huérfano de padre y madre, cubrió con un paño negro al pequeño globo terráqueo de sus útiles escolares, porque pensaba que el mundo debía quedar así… para siempre vestido de luto. Dice que no lo volvió a destapar, que su timidez se volvió miedo y su tristeza, desventura.

       Menuda tarea, si tenemos en cuenta además, amén de estos aspectos biográficos, los títulos de algunos de sus tangos: “Martirio”, “Condena”, “Infamia”, “Desencanto”, “Tormenta”, “Canción desesperada”. Y todavía se podría extender la cadena semántica adentrándonos en los versos de otros títulos aparentemente más neutrales. Bueno, es cierto, también compuso una canción que se llama “Y fueron todos muy felices”… pero la canción está perdida.

       Algunos datos mínimos, biográficos, temporales, espaciales, que vale la pena tener presente. Enrique Santos Discépolo fue actor, dramaturgo, letrista y compositor, libretista, charlista de radio, director de cine y pensador. Nació en Buenos Aires en 1901. A propósito de ello, justo él, “el profeta del tango”, el poeta intempestivo quien como nadie definió al siglo, sostuvo: “camino por la vida un paso atrás de nuestro siglo. Yo quisiera ir adelante, pero le tengo miedo al papel de precursor… Pienso que a la vida se viene para aprender y no para enseñar” [1].

        Murió joven, tempranamente, a los 50 años. Recostado en un sillón, miraba la ciudad desde su departamento de Callao 765, la noche del 23 de diciembre de 1951... Para ese entonces Discépolo ya era un personaje mítico de Buenos Aires. Las crónicas reseñan que una multitud se reunió en la Sociedad Argentina de Autores y Compositores de Música para despedirlo. Entre aquella multitud se destacaban las coperas de los cabarets, quienes esa noche decidieron no asistir a sus trabajos en señal de duelo. ¿Qué mejor despedida que la mueca herida del maquillaje desvanecido por el llanto? Un número muy a la altura del adjetivo “discepoliano”.

       “¡Cuánto dolor que hace reír!”… Pienso que es un buen título para estas palabras. Son los últimos versos del tango “Soy un arlequín”, de 1929. Es un buen título, porque nos pone en clima de un universo simbólico, el del grotesco. Conviene señalar, ya desde el inicio, que el grotesco en la obra de Discépolo excede el drama de la integración del inmigrante en su terrible esfuerzo por adaptarse a una realidad recia a sus ilusiones, sobrepasa así la escenografía de la "habitación" del “grotesco criollo”. El grotesco discepoleano toma la calle, el barrio, la ciudad, descifra al hombre y su universo. Podemos comenzar a transitarlo a partir de tres semblanzas realizadas por poetas contemporáneos de Enrique.
           
            La primera es de Carlos de la Púa: “Discépolo es el gran buceador de almas, cachador, Schopenhauer porteño. Supo sumergirse a fondo en cada tipo y volver a la superficie con una imagen feliz que lo catalogaba definitivamente... Este gran dramaturgo del tango supo sacar tajada de todas las miserias familiares que pasan a nuestro lado vestidas con sus trajes de colores, los berretines inconfesables, las consumaciones baratas, las reinas del capuchino, las fiacas del café cortado, todos los vareadores y todas las milonguitas han estado suspendidos del lápiz prodigioso de este gran fotógrafo de almas, que luego deforma sus placas en caricaturas para atenuar un poco el dolor” [2].
           
            Nicolás Olivari lo recordó en un artículo a poco más de un año de su muerte con los siguientes términos: “Discépolo era el perno del humorismo porteño engrasado por la angustia” [3].
           
            Por último, Julián Centeya, a propósito del estreno de Cuatro Corazones (película que Discépolo protagoniza y dirige), escribe: “Yo te vi un algo raro, nunca visto aquí; no sabía cómo calificarlo… Me mordía… Estaba nervioso… y al final: primero yo. ¿Sabés lo que era? Te lo digo sinceramente y salvando la distancia y la calidad del que te voy a nombrar: tenés un corte chaplinesco…sin grupo… Trabajás a lo Carlitos. Hacés reír con cosas serias. Más que serias, graves; más que graves, trágicas. Cuando el alma se tiene que venir al suelo, porque sí, porque lo dice todo el dolor que sabés pintar en la cinta, la gente se manda una carcajada que no la termina más” [4].
           
            Con el beneficio de estos testimonios, iniciemos entonces un recorrido por algunos fragmentos de las obras de Discépolo. Dentro del universo poético de sus canciones, Oscar Conde distingue al menos cuatro líneas temáticas: la amorosa (que la conformarían canciones como “Uno”, “Secreto”, “Sin palabras”, “En la luz de una estrella”), la de denuncia (“¿Qué vachaché?”, “Yira… yira…”, ¿Qué sapa señor?, “Cambalache”; obras que -como bien señala Norberto Galasso- se adelantaron y al tiempo testimoniaron los años de la Década Infame), la grotesca (“Esta noche me emborracho”, “Chorra”, “Malevaje”, “Victoria”) y la descriptiva (“Carillón de la Merced”, “Alma de bandoneón”, “Melodía Porteña”, “Cafetín de Buenos Aires”) [5].
           
            Sin embargo, para nuestros fines, antes que en el orden temático, conviene poner el acento en el espíritu grotesco que atraviesa las distintas líneas (la amorosa, la descriptiva, la de denuncia, y naturalmente, la grotesca) y que recorre de modo explícito o implícito –por ejemplo en su génesis, como veremos en el tango “Secreto”, o en su situación enunciativa, como en el caso de “Tormenta”–  gran parte de una obra cuya materia es la vida. Escuchemos a Discépolo: “El modelo que seguí en mis obras fue la vida. ¿Qué mejor modelo? ¿Hay algo más teatral, más diverso, más humano, más complejo, más pintoresco, más serio y más cómico que la vida? Lo que sucede es que en el arte y en la vida, lo cómico y lo trágico no se contraponen siempre. Por el contrario, muchas veces van juntos, se mezclan. Yo tengo algunos tangos de forma cómica, pero de fondo serio. Son de ese género que hemos convenido en llamar “grotesco” (“Victoria”, “Chorra”, “¿Qué vachaché?” y algunos otros). Esos sí que suelen pegarla. Y es que reflejan un aspecto de nuestro modo de ser. El criollo, y sobre todo el porteño, tienen como pocos el pudor de sus emociones y de sus sentimientos. Por eso no los exterioriza. Trata de despistar cuando habla. Es el temor de la cachada. Y para que no lo cachen los demás, se cacha él mismo. ¡La cachada!... ¡Qué tema para un ensayista desocupado!...En ella reside nuestra debilidad y nuestra fuerza. Por temor a ella, cada vez que emprendemos algo, ponemos en juego las catorce antenas de nuestra radio interior. Todas las potencias de nuestro espíritu entran en acción. Y si a pesar de todos fracasamos, nos burlamos a gritos de nuestro fracaso, para evitar que se burlen los demás” [6].
           
            Discépolo ofrece aquí su definición más acabada sobre el grotesco: obras de forma cómica pero de fondo serio. Su interés se encuentra entonces en las obras en las que lo cómico y lo trágico se superponen. Y en ellas emerge la “auto-chachada” como un interesante recurso humorístico que no sólo explica en su aspecto psicológico o sociológico, sino que también despliega en sus distintas producciones, y naturalmente en algunos de sus tangos.
           
            En “Victoria” (1930), por ejemplo, en lugar de dolerse por el abandono de su mujer, lo que sería esperable en la liturgia tanguera, el protagonista celebra alegremente mientras se compadece del “chicato inocente / que se la llevó…” que al desatar el paquete -la mina- “¡manye que se ensartó!” [7]. En su alborotado festejo, no duda en aclamar con complacencia -a resguardo de toda interpretación psicoanalítica- su buen sino por volver a “vivir con mama otra vez” [8]. El abandonado se burla a sí mismo, primereando así las posibles bromas de otros, y expone una máscara que no logra disimular lo que oculta. Del mismo modo, se puede reconocer en “Justo el 31” (1930), en la idea del movimiento del carrusel, los saltos arlequinescos del protagonista que anuncia su júbilo por haber anticipado a su mujer en abandonarlo. La descripción de la mujer no está exenta de mordacidad: “la aguanté de pena / casi cuatro meses / entre la cachada de todo el café… / le tiraban nueces / mientras me gritaban / ahí va Sarrasani / con su chimpancé”. En uno y otro tango, la doctrina del “amuro” se invierte y el texto despierta una risa ambigua.

La aparición de lunfardismos contribuye a componer un clima de comicidad. Basta como ejemplo si "tradujéramos" el verso citado de “Victoria” prescindiendo del lunfardo: “pobre el inocente corto de vista cuando comprenda que se equivocó”. El efecto es notoriamente diferente, y la pérdida evidente. En el uso del lunfardo, de acuerdo con Oscar Conde, se percibe una gran expresividad, rebeldía e inconformidad, pero también una alta cuota de componentes lúdicos [9]. Decía Discépolo en su defensa: “No entiendo por qué es más propio ‘robar’ que ‘afanar’. ¿Por el hábito? Bah!... Lo que hay son palabras feas y palabras lindas, tanto de la Academia como del lunfardo… yo utilizo de ambos las que me gustan por su sabor rotundo, a pictórico, a dulce. Las hay amplias, curvas, melosas, dolientes. Y si mi país cosmopolita y babilónico, manoseándolas a diario las entiende y las precisa, las enlazo lleno de alegría. Nuestro lunfardo tiene aciertos de fonética estupendos… Observe que los vocablos lunfardos son siempre más gráficos que los que sustituye; más poderosos y más nuestros. Por eso los utilizo” [10].

“Chorra” (1928) es también un tango que plantea de manera novedosa el tradicional tópico del abandono. En este caso, la mujer no se va con otro. Es otro tipo de estafa la cometida. Aquí se trata de una ladrona que junto a sus padres, “la viuda y el guerrero”, le afanan hasta el color (es decir, no sólo los bienes materiales sino sus mejores ilusiones) a un ingenuo feriante cuyo único pecado fue ser bueno y enamorarse integralmente de la mujer [11]. Ante el siniestro consumado, el personaje del tango (el relato está en primera persona) enseña sin ningún tipo de reserva su bronca por “haber sido tan gil”. Hay alusiones irónicas, que se mantienen a lo largo de todo el texto, que funcionan como dispositivos para evidenciar las máscaras. Así, sobre el desenlace, el narrador continúa refiriéndose a los farsantes con sus nombres de oficio: “se tragaron, vos, la viuda y el guerrero / lo que me costó diez años de paciencia y de yugar”.

Se cuenta que cierto mediodía de 1929 en el Mercado del Plata, un hombre alto y fornido con atuendo de carnicero interpeló a Discépolo: “¿Quién le contó a usted lo que me ha ocurrido con la sinvergüenza de mi mujer para que lo haga cantar por toda la ciudad?”. Asombrado por la coincidencia, y temeroso ante el cuchillo descuartizador que el comerciante portaba en la cintura, Discépolo buscaba la manera de aclarar el malentendido. Sin embargo, el hombre interrumpió sus cavilaciones: “Usted me ha vengado, amigo, ha dicho la verdad. Ahora todos saben lo perversa que ha sido ella conmigo”.
           
            Vida y obra son dos universos casi indiscernibles al tratarse de Discepolín. Quizás su mejor personaje fue él mismo: Discepolín, ese personaje de sí mismo. Así, por ejemplo, su delgadez excesiva, su inmensa nariz, y su contextura de muñeco pálido y tembloroso, le propiciaron motivos suficientes para mofarse con recurrencia. Valga el siguiente texto como ejemplo. Como número de presentación de un show de Tania, Discépolo conversaba en el escenario junto a una compañera de elenco:

-Discépolo: Para el público sería más grato, si en vez de estar yo aquí, se hubiese asomado en mi lugar uno de esos muchachos con cuerpo de atleta, cabello ondulado, ese cabello que chorrea brillantina, esos galanes vistosos que llenan Buenos Aires y que no sé por qué casi siempre se llaman Juan Carlos… ¡Un galán alto!
-Mujer: Pero usted es un perfume fino en frasco chico.
-Discépolo: No me consuele. Yo vendría a ser, apenas, una muestra, gratuita… Y lo peor es que no me queda ni el recurso de decir que cuando era chico era lindo… No…. Dicen que cuando yo era chico era más feo que ahora. Cuando nací, mi madre me miraba con unos ojos de asombro inenarrable y musitaba con esa ternura que solamente las madres saben tener: “¡Quién lo hubiera dicho!”. Y al destaparme para que me vieran los vecinos, les dirigía una mirada dulcísima y les decía: “Disculpen…”. Ustedes saben, por supuesto, que eso de la cigüeña es un cuento. En su lugar vino una señora con una valijita que cuando terminó su labor se fue enojada y protestando: “¿Y qué puedo cobrar por ‘eso’?” [12].

            El mismo recurso se utiliza en la obra de teatro Blum (1949), donde también hay lugar para la burla auto-referencial: “Yo en cambio pienso con espanto en el orgullo depravado con que los padres dicen: ¡Mirá, tiene toda mi cara! Y me pongo a temblar de sólo imaginarlo”.
           
            Existen, a su vez, repetidas anécdotas que reúnen comentarios sobre su delgadez extrema: “tengo más tangos que kilos” o la versión “tengo más años que glóbulos rojos”; “de tanto que quiero alegrar, ¡así estoy de flaco!”; “aunque parezca imposible, he rebajado tres kilos… voy a parecer una de esas fotografías óseas sacadas con rayos X”.  Y ya sobre el final de su vida, desgarrada por los colmillos de “Mordisquito”, su delgadez creció proporcionalmente a la ironía con que la registraba: “estoy tan flaco que las próximas inyecciones me las van a tener que dar en el sobretodo”; “todos los médicos juntos no pueden conmigo. Esta es la lucha entre Karadagián y la pulga”.

Cualquier frustración parecería campo fértil para el recurso de la auto-cachada, para la mueca de una sonrisa por donde asoma el dolor. Veamos así el relato retrospectivo que realizó Discépolo sobre el estreno de su primer tango, “Qué vachaché” (1926), canción amarga, desesperanzada, en la cual una mujer lanza a su marido, “el gilito embanderado”, “el disfrazao sin carnaval”, una serie de reprimendas porque éste es un idealista que todavía cree en la moral y no se dio cuenta de que ya “no  hay ninguna verdad que se resista / frente a dos mangos moneda nacional”. Si el espíritu del tango no es para nada ajeno al del grotesco, menos aún lo es el relato de su estreno.
           
            Así lo rememoraba Discépolo años después: “Mi primer tango fue “Qué vachaché”, lo que equivale a decir que fue mi primer disgusto. Fue en el transcurso de una turbulenta y azarosa gira teatral de una compañía cuyo elenco integraba y que encabezaban dos grandes actores cómicos a los que debo el haber llorado las lágrimas más amargas de mi vida… A los ocho días de salir empezó el drama. ¡Las que pasamos! ¡Qué manera de comer salteado! Comíamos por riguroso turno: martes, jueves y sábados; las mujeres. Miércoles, viernes y domingos: los hombres. El lunes ayunábamos todos de prepotencia… Yo he asistido a verdaderos campeonatos de salto en largo, peor como aquellos jamás. Ríanse… El record lo batió la actriz más vieja de la compañía… La pobre saltó de un café con leche de un martes a la mañana y sin tocar el suelo, fue a parar a un té con leche de un viernes por la noche. ¡Este salto yo no lo he visto dar ni con garrocha!... Debo aclarar además que la distancia fue cubierta en excelente estilo y sin rozar en el trayecto un solo bife…

            ¡Las que pasé!... Recuerdo que mi hermano, ignorante de mi situación, respondiendo a una de mis cartas, me observaba: “Te envío de vuelta tu esquela para que repares en la caligrafía. Es vergonzoso que ya no sepas escribir. ¿Qué te pasa?”. Cuando la miré, me dio risa… Era muy simple: al escribir, ¡las mayúsculas se desmayaban de hambre sobre las minúsculas!
           
            ¡Qué temporada!... Yo había llegado a un punto de flacura tal que si me tapa un ojo quedaba disfrazado de aguja… Por fin dimos la función. Adelante. Se levanta el telón. Pasan varias escenas y sale la hermana del apuntador convertida por azar en cancionista. De salida da un tropezón, se hace un lío con la cola del vestido… y plaf… cae así para adelante y se queda en el suelo en cuatro patas. Era realmente una posición que no debía haber abandonado nunca. Yo pedía a gritos un revólver para matarme, pero siempre y cuando me dejaran matar antes a la cancionista… El pianista, un honrado padre de familia hacía arpegios tan violentos sobre el teclado que parecía más bien un tirabuzón enloquecido que jugaba a la mancha sobre el piano. A su lado, el violinista rascaba el instrumento con un optimismo y una cara de pambazo irritante. Sonreía a todo. Era feliz. Era feliz porque desafinaba. Se había propuesto desde muy chico serruchar el violín de parte a parte valiéndose sólo de su arco y cada vez que yo lo miraba, enloquecido desde bastidores, él respondía con un gesto como queriendo decir: “ya va a estar”. Y seguí rascando. El flautista era asmático y la flauta rencorosa. Había no sé que viejos resentimientos personales entre ellos y para ventilarlos aprovechaban mi tango. A todo esto el público –una abigarrada muchedumbre de cuatro personas- se revolvía en la platea como si le hubiera caído el techo en la cabeza. A la cancionista, que seguía en cuatro patas, no se le entendía una palabra y parecía que cantaba en árabe. En ese momento, alguien gritó: ¿Quién arrastra los muebles? … Me quedé frío. Yo había ya notado un ruido persistente y ronco… ¿Qué podría ser? Presté atención. Era el contrabajo. Corrí al foso. Era él. Repetía siempre la misma nota rascando con toda gravedad. ¿Qué hace? –le grité. Aquí andamos –me contestó. ¿Qué nota hace? –le digo. Ah, una – Sí, claro, ¿no son siete las notas? Bueno, por aquí tiene que pasar… Así estrené “Qué vachaché”, mi primer tango y mi primer disgusto” [13].
           
            Comparemos el relato con la versión del crítico uruguayo Blixten Ramírez, presente en el estreno: “Acompañó a la canción la más fría y desconcertante de las indiferencias. No hubo aplausos y sí gritos exigiendo que Mecha Delgado interpretara de inmediato los tangos más populares de la época. Cuando entramos al escenario encontramos al autor visiblemente descorazonado, maltrecho, después de la batalla perdida. Y sin ánimo siquiera para la defensa de su producción, aceptando con triste conformidad los hechos consumados. Al retirarnos, no sin antes dejar caer las banales y consabidas frases de consuelo, me atreví a decirles a mis acompañantes: -Lo que me animo a asegurarles es que este pobre muchacho no vuelve a escribir un tango en el resto de sus días. Peligroso afán ese de tratar de descubrir el porvenir” [14].
           
            Es cierto, el tiempo permite que los signos trágicos devengan cómicos. Ahora bien, resulta también un recurso de gran comicidad, digno de ser destacado, la exageración expresionista con la que Discépolo traduce no tan fielmente (y decididamente no importa) “la más fría de las indiferencias”. El relato, generoso de ocurrencias y atravesado por el tamiz del grotesco, se compone así como una mirada burlona que, como muchas de sus canciones, se nutre de la distorsión exacerbada por lo patético.
           
            Esto sucede, por ejemplo, en “Malevaje” (1929), un tango que cuenta la metamorfosis de un guapo que pierde el horizonte al ser atravesado por el amor de una mujer: “Decí, por Dios, qué me has dao / que estoy tan cambiao…/ ¡no sé más quién soy!...”. El culto al coraje, anacrónico ya por ese entonces, resulta ridiculizado en una desesperada confesión. Aquí, la mueca expresionista del dolor convierte al grotesco en una estética de la fragilidad y la piedad [15]: “No me has dejao ni el pucho en la oreja / de aquel pasao malevo y feroz / Ya no me falta pa´ completar / más que ir a misa e hincarme a rezar”.
           
            “Esta noche me emborracho” (1928) relata un encuentro casual, pasados diez años, del protagonista con una exnovia. La encuentra a la salida del cabaret “sola, fané, descangayada”, caminando como “un gallo desplumao / mostrando al compadrear / el cuero picoteo”. Los efectos son devastadores: “Nunca soñé que la vería / en un “requiscat in pace” / tan cruel como el de hoy: / ¡Mire, si no es pa´ suicidarse, que por ese cachivache / sea lo que soy…”. ¿Qué es lo que resulta tan terrible? Quizás sea aquello que el narrador sólo insinúa… que él también está solo, fané (arruinado) y descangayado (deteriorado). Y, precisamente, es la mirada de la mujer, en un juego de espejos identitario, lo que evidencia su desnudez. La moraleja supone una tesis filosófica, una mirada melancólica sobre el paso del tiempo, que todo lo destruye, y que ninguna borrachera lúcida puede ignorar: “Fiera venganza la del tiempo, / que le hace ver desecho / lo que uno amó…”. Asimismo adelanta otra característica de la vida grotesca: no hay culpables. Ni el hombre, ni la mujer. Las únicas culpables son las ilusiones, las principales protagonistas del grotesco.
           
Aquello insinuado en “Esta noche me emborracho” aparece explícito en los últimos versos del tango “Quien más, quien menos” (1933). Esta vez dentro del cabaret, el narrador encuentra a su antiguo amor borracha, mostrando muerta de risa su desnudez: “¡Reconocerte / fue enloquecer! / caricatura / de la novia / que adoré”. Sin embargo aquí hay lugar para un “nosotros”: “Novia querida / novia de ayer / ¡qué ganas tengo / de llorar nuestra niñez! / Quien más… quien menos… / pa´ mal comer / somos la mueca / de lo que soñamos ser”. La mueca aquí como expresión colectiva de soledad, desilusión y desesperanza.

En “Secreto”, el efecto grotesco, sin duda, no se encuentra en la letra del tango sino en el relato de la anécdota que sirvió de inspiración a este tango sombrío que atraviesa la culpa, la tentación, la traición y el suicidio: “Quién sos, que no puedo salvarme, / muñeca maldita, castigo de Dios… / Ventarrón que desgaja en su furia un ayer / de ternuras, de hogar y de fe… / Por vos he cambiado mi vida / -sagrada y sencilla como una oración- / en un bárbaro horror de problemas / que atora mis venas y enturbia mi honor”.
           
            De este modo contó Discépolo la génesis del tango: “Yo he conocido muchas personas que viven con el reloj atrasado. Pero en mi amigo fue terrible. Maduro ya, se encontraba en esa edad en que los hombres llevamos por la calle los paquetes más absurdo y en que, por las noches, sacamos el perrito a caminar por la cuadra. Y fue entonces, inexplicablemente, cuando conoció y se enamoró de la otra mujer. Su vida “sangrada y sencilla como una oración” se transformó en “bárbaro horror de problemas”. Sobre todo porque él no estaba preparado para entenderlo ni para superarlo. Y como todo lo profundamente dramático está casi apoyado o rozando lo cómico, el aspecto ridículo lo daba su mujer, la auténtica, porque ella –pobre ángel- ignorante de la tremenda tormenta en que él se debatía, intentaba curarlo creyéndolo enfermo. Lo suponía embrujado, quemaba polvos y cosas raras. Le dejaba la camiseta colgada al sereno por la madrugada. Le decía palabras absurdas… la única satisfacción –si así puede llamarse- la única satisfacción de mi pobre amigo fue que durante ese terrible período su mujer no llegó a sospechar nunca, ni por acaso, la razón de su mal” [16].
           
            Como sugiere Sergio Pujol, no debería asombrarnos que la tragedia tortuosa e inconclusa de “Secreto” tuviera como medio de transmisión el alegre marco de un lujoso teatro de revista, en medio de plumas, galeras y números cómicos (se estrenó en el Cine Monumental en el espectáculo Mis canciones 1932[17].

Lo mismo puede decirse sobre “Tormenta” (1937), grito piadoso y desesperado que eleva su lamento a Dios: “¡Aullando entre relámpagos… / perdido en la tormenta / de mi noche interminable, Dios! / busco tu nombre…”. Desde los márgenes de un mundo que lo ha expulsado, y a punto de perder la fe, el protagonista cuestiona –ya sin mordacidad- un orden nefasto, injusto e impune, que no puede comprender: “Enséñame una flor / que haya nacido / del esfuerzo de seguirte, Dios / para no odiar / al mundo que me desprecia / porque no aprendo a robar…”.  
           
            El tango se presentó en la película Cuatro corazones (1939). “Cuatro corazones” es el nombre de una boite que dirige el Sr. Barbet (personaje que interpreta Discépolo). Durante un ensayo, Tania canta “Tormenta” en una secuencia con influencias del cine expresionista alemán. Pero el director de la ficción pide una versión más alegre (“¡Es matar de tristeza a la gente! ¡Alegría, el patrón lo pide!”). Ya en la noche, durante la función, Tania interpreta el tema vestida de marinerito con los pasos del can-can. Mientras el público baila haciendo la ronda, algunos aprovechan para arrojarle serpentinas, que Tania esquiva como puede. Así, el intento de mitigar el dolor, de edulcorarlo, acaba en grotesco.
           
            Para Discépolo, la alegría del avestruz, lo cómico por lo cómico, no va muy lejos. Tal vez por ello, a propósito de su trabajo en la obra teatral “Wunder Bar” (1933, 1947) –que adapta, dirige e interpreta- sostuvo: “Wunder y yo hemos sintonizado. Él me entiende a mí y yo lo entiendo a él. Si mi Wunder escribiera tangos, los haría muy parecidos a los míos, sobre todo a los “grotescos”, en que la risa y la mueca se confunden; y si yo fuese dueño de un “dancing” lo manejaría de acuerdo con su filosofía. Porque mister Wunder tiene una filosofía. Es una filosofía pesimista, que adquiere, sin embargo una expresión optimista y alegre. Wunder no es ningún tonto de circo, de esos que quieren hacer reír vaciándose el cerebro para que suene bien a hueco. Tampoco es un avestruz, que esconde la cabeza para no ver el peligro, creyendo así eludirlo. Es un hombre inteligente que quiere curar la tristeza con conocimiento de causa. El sabe que la vida es horrible y trata de superar esa realidad volviéndola alegre; pero sin ignorarla. Recomienda el olvido, pero no la ignorancia… Yo preconizo la misma terapéutica que la de Wunder, que, por cierto, coincide también con la de aquel intendente que aconsejaba “sembrar alegría”. Pero esta siembra no sólo hay que hacerla en carnaval, sino en cualquier época del año. La alegría con careta ya no nos basta. Ese era un recurso de los tiempos idos, ingenuos y mistificadores. Hoy todos nos conocemos y no adelantamos nada con disfrazarnos. Justamente, no pocos males que sufre el mundo moderno se deben a la persistencia de algunos disfrazados anacrónicos…” [18].
           
            En busca de precisar la situación enunciativa de esta última noción de “alegría consciente”, resulta tentador volver sobre la figura arquetípica del “desayunado” y proponer así cierta familiaridad entre el estafado de “Chorra” y “el gilito embanderado” de “Qué vachaché”. Asimismo es tentador aproximarlos a la desencantada alma otaria de “Tres esperanzas” (1933): “Me he vuelto pa' mirar  / y el pasao me ha hecho reír... / ¡Las cosas que he soñao, / me cache en dié, qué gil!”. Y, naturalmente, emparentarlos también con el protagonista de “Yira… yira…”, aquel “otario / que un día, cansado, / se puso a ladrar”.

A propósito de “Yira… yira…”, reproduzco un diálogo entre Discépolo y Gardel de un cortometraje de 1931 del director Eduardo Morera:

Gardel: Decime, Enrique... ¿Qué has querido hacer con el tango Yira... yira...?
Discépolo: Con Yira... yira...
Gardel: Eso es.
Discépolo: Una canción de soledad y desesperanza...
Gardel: ¡Hombre! Así lo he comprendido yo.
Discépolo: Por eso es que la cantás de una manera admirable.
Gardel: Pero el personaje es un hombre bueno, ¿verdad?
Discépolo: Sí; es un hombre que ha vivido la bella esperanza de la fraternidad durante cuarenta años. Y, de pronto, un día, a los cuarenta años, se desayuna con que los hombres son unas fieras.
Gardel: Pero... ¡dice cosas amargas!
Discépolo: Carlos, no pretenderás que diga cosas divertidas un hombre que ha esperado cuarenta años para “desayunarse”...
           
            Posiblemente se trate todavía del mismo gil, que ahora se avivó, y que con su ladrido le advierte al prójimo que algún día comprenderá, como él, que “todo es mentira” y “que nada es amor”. Lo sabe ya, porque en definitiva, a fuerza de rayas, golpes, golpecitos y grietas, aprendió que “la tierra está maldita / y el amor con gripe en cama” (“Qué sapa señor”, 1931). Y aprendió a reconocer algo más terrible todavía, que "el mundo fue y será una porquería” (“Cambalache”, 1935), es decir, un terreno poco propicio, no muy fértil, para sembrar ilusiones.
       
             No sorprende, entonces, que en ocasión de compartir “un instante de su vida” con los lectores de una publicación periodística, Discépolo haya optado por el relato de una temprana desilusión, un recuerdo infantil, un recuerdo volvedor, que se convirtió -a su juicio- en un estado de su espíritu. Escuchémoslo: "Desandemos un montón de años. Imagíneme en mis siete años, un pibe un poco triste y lleno de sueños. No grandes sueños: sueños de pibe, nada más, con forma de triciclos, de barriletes, o de bicicletas. Uno de esos sueños tenía forma de traje de payaso. Se estaba acercando el Carnaval y yo acariciaba la esperanza de verme con alguno de aquellos bonetes chillones y con la cara enharinada y los cachetes pintados de rojo. No sé cómo algún día se atrevió mi timidez a expresar mi deseo ante mi madre. Pero el resultado fue que el primer día de carnaval, ella me dijo: `Enrique… Aquí tienes tu traje de payaso´. Era un traje maravilloso, amigo mío. Amarillo en el fondo, tenía pintados en los más diversos colores, pájaros, payasos, bailarinas, chanchitos, elefantes, y otras figuras llenas de gracia. Me puse el traje loco de alegría. Mientras me enharinaban la cara, mientras me pintaban de rojo los cachetes, el corazón se me saltaba del pecho. Soñaba con el instante de salir a la calle luciendo aquel atavío multicolor, de verme admirado por mis compañeros del barrio, que no esperaban que yo fuera capaz de tener un traje de payaso tan hermoso…

             Y por fin estuve listo y me eché a correr a la vereda. Allí comencé a caminar como levantado del suelo por alas invisibles. Me miraba el traje y me deleitaba con aquel elefante verde y rojo, con aquel chanchito azul, con aquellos pájaros negros y marrones. Tan distraído estaba con la vistosa policromía de mi traje que no vi cómo un muchacho se acercaba a mí, levantando en alto un balde lleno de agua. Cuando me tuvo cerca, sin cuidado alguno para mi flamante traje de payaso, sin respeto por mi máscara de harina, me arrojó el contenido de su balde. Con el frío del agua corrió por mi cuerpo un sentimiento de terror… ¿Qué le pasaría a mi flamante traje de payaso? Mis ojos temerosos buscaron los dibujos maravillosos. Algo terrible ocurría sobre el género pintado. Confundidos en el agua que corría por mi traje, bailarinas, pájaros, chanchitos y elefantes, se deshacían velozmente, perdían su forma, mezclaban sus colores, y chorreaban en un líquido rojiazul sobre la vereda. Apreté el trajecito de payaso con mis manos, como tratando de contener aquella huída desesperada. Pero ya no quedaba, de todo aquel mundo de maravilla, nada más que unas manchas sin sentido. Y el trajecito, empapado, se me pegaba al cuerpo, y el bonete de cartón caía deshecho al suelo, y la cara enharinada sumaba su líquido viscoso al agua de mi traje desteñido…

             No sé cuánto tiempo me quedé allí, como un pájaro mojado, triste, callado! El chico del balde había echado un chubasco de muerte sobre un hermoso sueño que comenzaba a realizarse. Y es notable, amigo mío. Han pasado muchos años, pero ahora me acontece con frecuencia encontrarme con aquel recuerdo. ¿No le ha ocurrido a usted, por ejemplo, proponerse una cosa hermosa, ver que está muy cerca de su mano el realizarla, y encontrar que, al final, la indiferencia de una funcionario torpe, o bien la incomprensión de quien creía comprensivo, deshace su ilusión? ¿No le ha pasado ir algún día a ver a un viejo amigo a quien han hecho ministro o funcionario importante y encontrarlo a éste en burócrata, infatuado, tratándole con solemnidad tonta? Pues bien, en estos casos y en otros semejantes, me siento como aquella tarde de carnaval: me veo mojado y triste en medio de la acera, con mi trajecito de payaso en el que se van muriendo bajo el agua los colores brillantes de mis ilusiones...” [19].

             El triste recuerdo de las ilusiones ahogadas de este payasito da paso a una de las figuras predilectas de Enrique: la del arlequín… Como sugiere Pujol, si el arlequín nace en la Comedia del Arte Italiana como un personaje lleno de gracia y frescura, la versión discepoleana, en cambio, deviene una figura un poco más ambigua que entretiene a pesar suyo [20]. Así, en el tango "Soy un arlequín" (1929), por debajo del salto "alegre" del protagonista, se manifiesta subrepticio un "corazón lleno de pena", que alcanza el extremo de pedir perdón por su bondad: “¡Perdoname si fui bueno! / Si no sé más que sufrir. / Si he vivido entre las risas / por quererte redimir. / ¡Cuánto dolor que hace reír!”.

             Muy bien... que el recorrido que emprendimos nos haya llevado de regreso al inicio, indica que es momento de comenzar a terminar esta charla. Vimos que para Discépolo el mundo se presenta como un terreno poco fértil para sembrar ilusiones. Sin embargo, sin ilusiones -agrega- “seríamos un pedazo de carne al ras del suelo. No importa que ellas no se realicen, lo esencia es tenerlas” y en el mismo sentido advierte, “hay una miseria más grande que la del pan, es la de no creer en nada… no hay nada tan horrendo como no creer” (con estas imágenes explicaba el origen de su tango “Uno” de 1943). Parafraseando a Sartre con su concepción del hombre como pasión inútil, podemos pensar que para Discépolo el hombre es una “ilusión inútil”.
 
             La vida se presenta así como un juego de ilusiones y desilusiones. La respuesta de los héroes discepolianos, estafados, desterrados, sensibles a la cicatriz ajena (“uno se salva del dolor ajeno cuando no escucha”, afirma el Sr. Barbet en Cuatro corazones) es la rebeldía, que se manifiesta, como tuvimos oportunidad de apreciar, a través de la risa, la crítica irónica, el sarcasmo, la provocación, el ladrido y hasta del aullido [21]. En un universo fatalmente adverso como el que nos ilustra, sembrar alegría es signo de rebeldía. Supone apostar porfiadamente a una ilusión que conoce la desilusión y que por saberse absurda se torna necesaria, ineludible. En este sentido, el valor de la ilusión no va a estar dado aquí por lo que logra (porque es inútil); sino por asumirse frente a ello como necesaria (como encuentro con una imposibilidad que posibilita); es decir, por ser apertura -ventana o alcantarilla- que nos arroja al mundo, y que se aventura, aún con todos las de perder -y quizás por ello-, a una entrega total, íntegra, a un dar(se) que no mide (que es des-medido), ajeno a toda especulación. “Mi lema es entregarse por entero a las cosas, no mezquinar energía. La vida sabrá con qué compensarnos... yo aconsejo una capacidad de amor que alcance para la guía telefónica” sostenía Discépolo en una de sus últimas entrevistas. Y este mismo espíritu recorre la película En la luz de una estrella cuando la inocente protagonista (Ana María Lynch), a punto de obtener finalmente el tan anhelado beso de la estrella (Hugo del Carril), murmura: “no me quite la dicha de darlo todo sin esperar nada a cambio”. Y lo encontramos también en un célebre parlamento que el mismo Discépolo pronuncia en el film El hincha: “¿qué sería de un club sin el hincha? ¡Una bolsa  vacía! ¡El hincha es el alma de los colores! ¡Es el que no se ve. ¡Es el que se da todo sin esperar nada! ¡Ese es el hincha, ese soy yo!”.

            El hincha, el enamorado, el artista, o mejor, todo aquel que concibe su vida como obra de arte, son los festejantes de lo gratuito, de lo que excede la lógica comercial, el cálculo, la medida; los que atentan contra cualquier forma de ahorro. Y es aquí, tal vez, en la experiencia y en las paradojas de esta singular subjetividad, donde posiblemente resida una de las más notables e intempestivas enseñanzas de Enrique Santos Discépolo.



1 Andrés Muñoz, 30 vidas de Artistas Argentinos, Ediciones Anaconda, Buenos Aires 1940.
2 Carlos de la Púa, Crítica (11/12/1934).
3 Nicolás Olivari, La Prensa (agosto 1953).
4 Julián Centeya, Cine Argentino (1939).
5 Cf. Oscar Conde, Poéticas del tango, Marcelo Oliveri Editor, Buenos Aires 2003, pp.57-58.
6 Andrés Muñoz, 30 vidas de Artistas Argentinos, Ediciones Anaconda, Buenos Aires 1940.
7 Cf. Oscar Conde, Poéticas del tango, Marcelo Oliveri Editor, Buenos Aires 2003, p. 63.
8 Cf. Noemí Ulla, Discépolo o el juego de las máscaras.
9 Oscar Conde, conferencia de presentación de su libro Lunfardo, Taurus, Buenos Aires 2011.
10 Revista Comedia (julio de 1929).
11 Cf. Sergio Pujol, Discépolo, Emecé Editores, Buenos Aires 1996, p. 119.
12 Archivo Enrique Santos Discépolo.
13 Norberto Galasso, Escritos inéditos de ESD, Ediciones del Pensamiento Nacional, Bueno Aires 1981.
14 Víctor Soliño, Comunicación Académica N° 953 de la Academia Porteña del Lunfardo, 1982.
15 Cf. Oscar Conde, Poéticas del tango, Marcelo Oliveri Editor, Buenos Aires 2003, p. 64; y Sergio Pujol, Discépolo, Emecé Editores, Buenos Aires 1996, p. 361.
16 Enrique Santos Discépolo, Cómo nacieron mis canciones (Radio Belgrano 1947).
17 Cf. Sergio Pujol, Discépolo, Emecé Editores, Buenos Aires 1996, p. 217.
18 Andrés Muñoz, ¡Aquí está! (abril 1948).
19 Manuel Alba, "Un instante en mi vida: Enrique Santos Discépolo", Revista Maribel.
20 Cf. Sergio Pujol, Discépolo, Emecé Editores, Buenos Aires 1996, p. 153; y Oscar Conde, Poéticas del tango, Marcelo Oliveri Editor, Buenos Aires 2003, p. 62.
21 Cf. Néstor Cordero, “Cuando Discépolo se puso a ladrar”, Veinte siglos no es nada, Biblos, Buenos Aires 2011.





1 comentario:

Anónimo dijo...

Qué lindo recorrido por Enrique. ¡Gracias!